jueves, 5 de junio de 2008

El asalto, según Alfonso Camín

La Cuesta de la Manzaneda se encuentra después de pasar Olloniego, por donde el río Nalón ya canta victorias grandes, ensanchado por las corrientes de las cuencas mineras. Cerca del puente de Olloniego, durante los primeros días de la tragedia, los mineros sorprendieron tres carros cargados de Guardias de Asalto. Fueron copados entre descargas de mosquetones y quintales de dinamita.
-Muchos volaron por los aires-dice un vecino.
Los mineros cogen las armas de los muertos, se ponen los uniformes y en las propias camionetas siguen la marcha hasta Oviedo.
Por estas alturas operaba un capitán del Ejército, con cien hombres. No bajó de los montes vecinos. Se limitó a ver la tragedia desde la cumbre. Cuando le preguntaron por tan extraña conducta, dijo:
-Fue tan rápido el choque, que creí que era la tropa del Gobierno la que volvía triunfante hacia Oviedo triunfante de las cuencas carboneras. Los mismos uniformes me confundieron. Me desorientaron, al ver cómo las camionetas de Asalto subían de nuevo la cuesta. Cierto que en ellas veía a algunos paisanos. Pero, como los otros llevaban uniformes, creí que fueran prisioneros.
Olloniego ha dado un gran contingente de fuerzas a los "frentes" mineros. Muchos cayeron en Campomanes.
En el cuartel había treinta y cinco guardias civiles. La lucha duró algunas horas. La dinamita entró en funciones. Se rindieron los guardias.
Aquí, los de Asalto les pusieron su trampa a los mineros. Se metieron en una cueva cercana, colocaron a la puerta unos fusiles y se parapetaron ellos detrás, arma al brazo. Estos fusiles servirían de cebo. No se engañaron. Pronto llegó la masa arrebatada:
-¡Aquí hay fusiles!-gritaron.
Cuando fueron a cogerlos, sonaron varias descargas hechas desde la cueva. No quedó un minero del grupo. Pero llegaron más hombres. Fue atacada la cueva. Y no quedó un guardia vivo. La cueva les sirvió de sepultura.
Unos kilómetros más: San Esteban de las Cruces. Y allá abajo, aparece Oviedo.
La torre de la Catedral se destaca, firme y gruesa, sobre las casas y las luces de la ciudad, semejante a un ciprés de piedra, de cuya punta se escapara la luna como un globo siniestro y rojo.

- Alfonso Camín: El valle negro. Asturias, 1934. México, Editorial Norte, 1938, pp. 120-121.

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