Los sucesos de Olloniego han tenido en la Prensa una referencia parcial y una importancia secundaria. Ni los periódicos ni los ministros de D. Niceto se enteraron de lo que ocurría en Asturias, ni saben aún lo que ocurrió. La conquista de Oviedo empieza aquí, en este pueblecito encerrado entre montañas y al borde de una carretera estratégica en la que un puñado de hombres venció a las fuerzas enviadas de la capital.
De las noticias y de los relatos periodísticos parece desprenderse que las casas-cuarteles fueron aplastadas por aludes revolucionarios. Eso, que es cierto en algunos casos, no lo fue en la mayoría de las acciones desarrolladas para rendir a los puestos.
Ge aquí la reseña de los periódicos, reseña sujeta a censura:
"Como en todas partes al estallar el movimiento, en Olloniego fue cercado el puesto de la guardia civil, defendido por 35 números. El asedio duró largas horas, utilizando los rebeldes bombas de mano , hasta que se quebrantó la resistencia.
El los primeros momentos envióse a Olloniego una camioneta con veinte guardias de asalto, los cuales no pudieron llegar hasta allí; en la carretera se les preparó una emboscada; los guardias de asalto sufrieron muchas bajas, perdiendo la vida en la agresión el teniende Del Olmo, que se prestó voluntariamente a este servicio, ya que, como oficial pagador, sólo se encontraba en Oviedo de manera accidental.
El hecho ocurrió a un kilómetro de Olloniego. Cinco rebeldes armados se colocaron en mitad de la carretera, mientras que otros trescientos se ocultaron en unas trincheras. Al ver a los hombres armados, los guardias de asalto intentaron descender de la camioneta, siendo en ese momento acribillados a balazos. Sólo un cabo, de entre toda la fuerza, logró salir con vida, refugiándose en el monte, desde donde pudo regresar a Oviedo".
Vean ustedes ahora la diferencia que existe entre la verdad oficial y la verdad verdadera. Oviedo y Mieres se reparten el padrón de Olloniego, pueblo socialista de mil habitantes, con 140 afiliados a las Juventudes, 400 cotizantes en el Sindicato Minero y 45 en el Partido.
Al recibirse a las doce de la noche del día 4 la orden de empezar el movimiento, dos jefes de grupo, con dos escuadras de diez hombres cada una, desenterraron las armas ocultas en Santianes y Manzaneda: 130 mosquetones y 6.000 cartuchos, fabricación Toledo, envueltos en sacos y papel impermeable y engrasados con grasa consistente para preservarlos de la humedad. La escuadra de Manzaneda, hecho el avío, salió con las armas camino de Olloniego. A uno de los lados de la comba de la carretera, que sube hacia Oviedo y hacia Mieres y tiene el centro de su onda en el pueblecito, hacían guardia tres camaradas. Descendía el grupo la cuesta cuando vieron venir de Oviedo un coche.; lo dejaron pasar escondidos en un sendero que, al final de la cuesta, conduce a la línea de ferrocarril. A los pocos minutos y en dirección contraria apareció un auto procedente de Mieres. Esta vez la escuadra se apostó en la carretera fusil en mano.
-¡Alto!
Asomó la cara de susto el chófer:
-Vengo de llevar a Mieres a Peña y Amador.
Mentía descaradamente, no con el propósito de engañar a la patrulla, sino por el gusto de presumir.
- Pues da la vuelta, que ahora nos vas a llevar a nosotros.
Subieron al coche dos revolucionarios con las armas desenterradas en Manzaneda. Delante del coche caminaban los demás: el auto, con los faros apagados, marchaba al paso de los hombres.
A la misma hora, los que habían ido a buscar el depósito de armas de Santianes, detenían otro coche; los dos autos coincidieron en la bifurcación de la carretera, a quinientos metros del pueblo. Reanudaron juntos la marcha. Un caarada de Santianes deslizóse a su encuentro con la noticia de que se acercaban tres números de la guardia civil. Se ocultaron los coches junto a la puerta del cementerio.
Frente al recodo que hacían las tapias de la sacramental, lucía la bombilla de una fuente. De una pedrada quedóse a obscuras la fuente. Las dos patrullas dejaron acercarse a los guardias; podían haberlos fusilado, pero les bastaba con hacerlos prisioneros. Les dan el alto; los guardias contestan a tiros y corren hacia Olloniego.
Siguieron viaje los coches y en una casa de Olloniego se guardaron los mosquetones y la cartuchería. Han salido correos para los pueblecitos: Manzaneda, Llaudellena, La Mortera, Santianes, Casares, San Frechoso, Sardín... Se les distribuye armas a los vecinos y un primer grupo de veinticinco combatientes toma posiciones para atacar el cuartel, defendidos por dieciséis números mandados por un brigada y un alférez.
El cuartel, situado al borde de la carretera, tiene enfrente la Estación del Norte, que se alza sobre un terraplén por el que pasa la vía; un afluente del Nalón corre a pocos metros del puesto, con pisos de galería por la parte de atrás que miran a la montaña cubierta de maleza.
Rompióse el fuego después de unas intimidaciones, desde la vía del tren y las márgenes del riachuelo, en el lugar denominado la Compuerta. Otro grupo intentó el asalto por el lado opuesto. Resultó herido uno de los atacantes, que falleció días más tarde.
Ante la ineficacia de los mosquetones, se recurrió a la dinamita. Los primeros cartuchos desmoralizaron a los civiles. Por tres veces ollóse la voz del alférez:
-¡No tiréis!
-¡Rendíos!
-No podemos.
-Vamos a enviaros un parlamentario.
Se fue a buscar a un suboficial retirado, llamado Tomé. Estaba acostado; levantóse entre el llanto de las mujeres.
El viejo Tomé, acompañado de un hijo, presentóse ante el puesto.
-Que hagan lo que les parezca-gritó el alférez-. Nosotros no nos entregamos.
-¿Y por qué no os entregáis?
Hacía la pregunta la mujer de un número.
-Ya se cansarán de estar ahí... Más pronto o más tarde se les acabarán los tiros.
El alférez no se acordaba de la dinamita, que para precaver el desmunicionamiento a que aludía, comenzó a utilizarse como único elemento de combate, Las cargas se arrojaban desde la montaña.
Una de las civileras salió con un niño. Parlamentóse de nuevo.
-¡Por las mujeres y por nuestros hijos!-clamaban los guardias.
-No tenéis mucho corazón de padres cuando los retenéis ahí dentro. Dejadlos salir y echaros vosotros a la carretera a defender esos sesenta duros por los que lucháis.
La frase era un descubrimiento. En Uncastillo, en Tauste, en Casalarreina, en Barruelo... los guardias decían: "Cumplimos nuestro deber". Los mineros de Olloniego expresaban con el simple enunciado de una cantidad el valor de ese sentimiento del deber: sesenta duros.
La dinamita había volado el tejado. Parlamentóse una vez más.
-Ya os hemos dicho que os garantizamos la vida.
-¿Y por qué no esperamos a ver lo que pasa en Oviedo?
Los guardias pretendían que se les concediera una tregua hasta saber si vencía o no la revolución. Si vencía, no tendrían inconveniente en rendirse y aun en ofrecerse a los revolucionarios; si no vencía, entonces... ¡Ah, entonces! Serían los guardias los que se lanzarían a la caza del minero con la ferocidad que luego ilustró la represión. Tras el último parlamento, arreció el castigo de las explosiones. Los cartuchos caían por el boquete abierto en el tejado. Con una mala fe de malhechores, los guardias aprovechábanse del estrépito de la dinamita para disparar. Juzgaban próximo el desenlace y procuraban dismular sus disparos, como si no se defendieran.
De la estación avisaron que el brigada, el alférez, el cabo y un número huían hacia la carretera. Se les detuvo con una descarga que hirió al brigada. Los demás se entregaron y el resto de la guarnición hizo lo mismo.
Rodeados de las mujeres y de los hijos, los civiles abandonaron el cuartel. Lloraban. Había entre ellos un mozo que, cada vez que veía desfilar a las Juventudes con la camisa roja, prometía:
-Cuando estalle la revolución, me basto yo con mi fusil para barrer a todos esos. El joven tricornio imploraba ahora:
-¡No me matéis!
-Ni la muerte mereces.
Las mujeres y los rapaces se abrazaban a los revolucionarios. La cólera de uno de éstos, estalló:
-¿Por qué lloráis? ¿Quién os ha dicho que vamos a mataros? ¡Sois una canalla! Lo que pretendíamos era reduciros y apoderarnos de vuestras armas. La carne muerta sólo os alimenta a vosotros.
Todavía protestó un civil al entregar el correaje:
-Esto es una deshonra para el Cuerpo...
-¡Más deshonrado que está!... Nos llevamos las armas y te dejamos la vida. Esás a tiempo de elegir.
La ingenuidad revolucionaria dejó en libertad a la guarnición vencida. Volvieron de su acuerdo al enterarse de que iban a conducir a Oviedo al brigada herido. La orden de que no saliera ningún coche se dió cuando el brigada, acompañado de dos números, estaba en camino.
El comité local dispuso entonces la detención de los demás guardias.
Había en el pueblo dos antiguos enemigos de las organizaciones obreras: el cura y el fiscal del juzgado de paz de Oviedo. Eran un par de viejos con piel de cacique, de los que prometen la muerte a sus enemigos y se la aplican en la primera oportunidad. Entre los dos traían a mal traerla sección del Sindicato minero: empapelaban a los directivos, les imponían multas, los metían en la cárcel. Y tan ternes, que recibieron a tiros a la patrulla que se presentó a registrar sus casas.
La hermana del cura trató de salvar al pistolero de sotana. Pasaba un grupo de revolucionarios por delante de la Cooperativa católica. Un muchacho llamó al jefe del grupo:
-¡Aquí está Jesusa; su hermano el cura ha hecho armas contra nosotros y ahora dice que quiere entregarse.
El jefe se acercó a la mujer.
-No respondo de su vida; tu hermano nos ha perseguido mucho. Dile que se vista de paisano y se presente al Comité.
El cura, Joaquín del Valle, y el fiscal, Emilio Valenciano, fueron detenidos.
Los centinelas apostados en la carretera anunciaron la presencia de fuerzas procedentes de Oviedo. El brigada herido había dado noticia de los sucesos a dos camionetas de asalto situadas en San Lázaro. [Sigue el relato de la batalla de la Manzaneda].
Manuel D. Benavides: La Revolución fue así. Octubre rojo y negro. Barcelona, Imprenta Industrial, sin fecha (pero 1935), pp. 235-241.
De las noticias y de los relatos periodísticos parece desprenderse que las casas-cuarteles fueron aplastadas por aludes revolucionarios. Eso, que es cierto en algunos casos, no lo fue en la mayoría de las acciones desarrolladas para rendir a los puestos.
Ge aquí la reseña de los periódicos, reseña sujeta a censura:
"Como en todas partes al estallar el movimiento, en Olloniego fue cercado el puesto de la guardia civil, defendido por 35 números. El asedio duró largas horas, utilizando los rebeldes bombas de mano , hasta que se quebrantó la resistencia.
El los primeros momentos envióse a Olloniego una camioneta con veinte guardias de asalto, los cuales no pudieron llegar hasta allí; en la carretera se les preparó una emboscada; los guardias de asalto sufrieron muchas bajas, perdiendo la vida en la agresión el teniende Del Olmo, que se prestó voluntariamente a este servicio, ya que, como oficial pagador, sólo se encontraba en Oviedo de manera accidental.
El hecho ocurrió a un kilómetro de Olloniego. Cinco rebeldes armados se colocaron en mitad de la carretera, mientras que otros trescientos se ocultaron en unas trincheras. Al ver a los hombres armados, los guardias de asalto intentaron descender de la camioneta, siendo en ese momento acribillados a balazos. Sólo un cabo, de entre toda la fuerza, logró salir con vida, refugiándose en el monte, desde donde pudo regresar a Oviedo".
Vean ustedes ahora la diferencia que existe entre la verdad oficial y la verdad verdadera. Oviedo y Mieres se reparten el padrón de Olloniego, pueblo socialista de mil habitantes, con 140 afiliados a las Juventudes, 400 cotizantes en el Sindicato Minero y 45 en el Partido.
Al recibirse a las doce de la noche del día 4 la orden de empezar el movimiento, dos jefes de grupo, con dos escuadras de diez hombres cada una, desenterraron las armas ocultas en Santianes y Manzaneda: 130 mosquetones y 6.000 cartuchos, fabricación Toledo, envueltos en sacos y papel impermeable y engrasados con grasa consistente para preservarlos de la humedad. La escuadra de Manzaneda, hecho el avío, salió con las armas camino de Olloniego. A uno de los lados de la comba de la carretera, que sube hacia Oviedo y hacia Mieres y tiene el centro de su onda en el pueblecito, hacían guardia tres camaradas. Descendía el grupo la cuesta cuando vieron venir de Oviedo un coche.; lo dejaron pasar escondidos en un sendero que, al final de la cuesta, conduce a la línea de ferrocarril. A los pocos minutos y en dirección contraria apareció un auto procedente de Mieres. Esta vez la escuadra se apostó en la carretera fusil en mano.
-¡Alto!
Asomó la cara de susto el chófer:
-Vengo de llevar a Mieres a Peña y Amador.
Mentía descaradamente, no con el propósito de engañar a la patrulla, sino por el gusto de presumir.
- Pues da la vuelta, que ahora nos vas a llevar a nosotros.
Subieron al coche dos revolucionarios con las armas desenterradas en Manzaneda. Delante del coche caminaban los demás: el auto, con los faros apagados, marchaba al paso de los hombres.
A la misma hora, los que habían ido a buscar el depósito de armas de Santianes, detenían otro coche; los dos autos coincidieron en la bifurcación de la carretera, a quinientos metros del pueblo. Reanudaron juntos la marcha. Un caarada de Santianes deslizóse a su encuentro con la noticia de que se acercaban tres números de la guardia civil. Se ocultaron los coches junto a la puerta del cementerio.
Frente al recodo que hacían las tapias de la sacramental, lucía la bombilla de una fuente. De una pedrada quedóse a obscuras la fuente. Las dos patrullas dejaron acercarse a los guardias; podían haberlos fusilado, pero les bastaba con hacerlos prisioneros. Les dan el alto; los guardias contestan a tiros y corren hacia Olloniego.
Siguieron viaje los coches y en una casa de Olloniego se guardaron los mosquetones y la cartuchería. Han salido correos para los pueblecitos: Manzaneda, Llaudellena, La Mortera, Santianes, Casares, San Frechoso, Sardín... Se les distribuye armas a los vecinos y un primer grupo de veinticinco combatientes toma posiciones para atacar el cuartel, defendidos por dieciséis números mandados por un brigada y un alférez.
El cuartel, situado al borde de la carretera, tiene enfrente la Estación del Norte, que se alza sobre un terraplén por el que pasa la vía; un afluente del Nalón corre a pocos metros del puesto, con pisos de galería por la parte de atrás que miran a la montaña cubierta de maleza.
Rompióse el fuego después de unas intimidaciones, desde la vía del tren y las márgenes del riachuelo, en el lugar denominado la Compuerta. Otro grupo intentó el asalto por el lado opuesto. Resultó herido uno de los atacantes, que falleció días más tarde.
Ante la ineficacia de los mosquetones, se recurrió a la dinamita. Los primeros cartuchos desmoralizaron a los civiles. Por tres veces ollóse la voz del alférez:
-¡No tiréis!
-¡Rendíos!
-No podemos.
-Vamos a enviaros un parlamentario.
Se fue a buscar a un suboficial retirado, llamado Tomé. Estaba acostado; levantóse entre el llanto de las mujeres.
El viejo Tomé, acompañado de un hijo, presentóse ante el puesto.
-Que hagan lo que les parezca-gritó el alférez-. Nosotros no nos entregamos.
-¿Y por qué no os entregáis?
Hacía la pregunta la mujer de un número.
-Ya se cansarán de estar ahí... Más pronto o más tarde se les acabarán los tiros.
El alférez no se acordaba de la dinamita, que para precaver el desmunicionamiento a que aludía, comenzó a utilizarse como único elemento de combate, Las cargas se arrojaban desde la montaña.
Una de las civileras salió con un niño. Parlamentóse de nuevo.
-¡Por las mujeres y por nuestros hijos!-clamaban los guardias.
-No tenéis mucho corazón de padres cuando los retenéis ahí dentro. Dejadlos salir y echaros vosotros a la carretera a defender esos sesenta duros por los que lucháis.
La frase era un descubrimiento. En Uncastillo, en Tauste, en Casalarreina, en Barruelo... los guardias decían: "Cumplimos nuestro deber". Los mineros de Olloniego expresaban con el simple enunciado de una cantidad el valor de ese sentimiento del deber: sesenta duros.
La dinamita había volado el tejado. Parlamentóse una vez más.
-Ya os hemos dicho que os garantizamos la vida.
-¿Y por qué no esperamos a ver lo que pasa en Oviedo?
Los guardias pretendían que se les concediera una tregua hasta saber si vencía o no la revolución. Si vencía, no tendrían inconveniente en rendirse y aun en ofrecerse a los revolucionarios; si no vencía, entonces... ¡Ah, entonces! Serían los guardias los que se lanzarían a la caza del minero con la ferocidad que luego ilustró la represión. Tras el último parlamento, arreció el castigo de las explosiones. Los cartuchos caían por el boquete abierto en el tejado. Con una mala fe de malhechores, los guardias aprovechábanse del estrépito de la dinamita para disparar. Juzgaban próximo el desenlace y procuraban dismular sus disparos, como si no se defendieran.
De la estación avisaron que el brigada, el alférez, el cabo y un número huían hacia la carretera. Se les detuvo con una descarga que hirió al brigada. Los demás se entregaron y el resto de la guarnición hizo lo mismo.
Rodeados de las mujeres y de los hijos, los civiles abandonaron el cuartel. Lloraban. Había entre ellos un mozo que, cada vez que veía desfilar a las Juventudes con la camisa roja, prometía:
-Cuando estalle la revolución, me basto yo con mi fusil para barrer a todos esos. El joven tricornio imploraba ahora:
-¡No me matéis!
-Ni la muerte mereces.
Las mujeres y los rapaces se abrazaban a los revolucionarios. La cólera de uno de éstos, estalló:
-¿Por qué lloráis? ¿Quién os ha dicho que vamos a mataros? ¡Sois una canalla! Lo que pretendíamos era reduciros y apoderarnos de vuestras armas. La carne muerta sólo os alimenta a vosotros.
Todavía protestó un civil al entregar el correaje:
-Esto es una deshonra para el Cuerpo...
-¡Más deshonrado que está!... Nos llevamos las armas y te dejamos la vida. Esás a tiempo de elegir.
La ingenuidad revolucionaria dejó en libertad a la guarnición vencida. Volvieron de su acuerdo al enterarse de que iban a conducir a Oviedo al brigada herido. La orden de que no saliera ningún coche se dió cuando el brigada, acompañado de dos números, estaba en camino.
El comité local dispuso entonces la detención de los demás guardias.
Había en el pueblo dos antiguos enemigos de las organizaciones obreras: el cura y el fiscal del juzgado de paz de Oviedo. Eran un par de viejos con piel de cacique, de los que prometen la muerte a sus enemigos y se la aplican en la primera oportunidad. Entre los dos traían a mal traerla sección del Sindicato minero: empapelaban a los directivos, les imponían multas, los metían en la cárcel. Y tan ternes, que recibieron a tiros a la patrulla que se presentó a registrar sus casas.
La hermana del cura trató de salvar al pistolero de sotana. Pasaba un grupo de revolucionarios por delante de la Cooperativa católica. Un muchacho llamó al jefe del grupo:
-¡Aquí está Jesusa; su hermano el cura ha hecho armas contra nosotros y ahora dice que quiere entregarse.
El jefe se acercó a la mujer.
-No respondo de su vida; tu hermano nos ha perseguido mucho. Dile que se vista de paisano y se presente al Comité.
El cura, Joaquín del Valle, y el fiscal, Emilio Valenciano, fueron detenidos.
Los centinelas apostados en la carretera anunciaron la presencia de fuerzas procedentes de Oviedo. El brigada herido había dado noticia de los sucesos a dos camionetas de asalto situadas en San Lázaro. [Sigue el relato de la batalla de la Manzaneda].
Manuel D. Benavides: La Revolución fue así. Octubre rojo y negro. Barcelona, Imprenta Industrial, sin fecha (pero 1935), pp. 235-241.
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